sábado, 1 de enero de 2011

LLOVIA


Las baldosas del suelo de la calle estaban mojadas.
Aquí y allá la acera está salpicada por destellos caprichosos reflejados en los abruptos charcos llenos por el agua de lluvia que desde primeras horas de la mañana caía y caía sin parar, sin casi darme cuenta pise una baldosa suelta y caí en la sutil trampa de un fugaz chorro de fría y turbia agua que burlonamente languidecía esperando al acecho los incautos pasos de todo aquel que por allí se aventurase a pasar, agazapado, escondido, esperando al acecho debajo de aquella baldosa suelta en cualquier acera de la ciudad.
No pude por menos que escupir una serie de improperios ante tamaño descaro de aquella baldosa suelta que burlonamente era la única que se reía de aquella manera en aquel día difuminado de lluvia y gris.
Sin embargo en el aire, se respiraba un sutil aroma a castañas asadas que fue un regalo del viento que sesgado por allí resoplaba, disipando un poco mi enfado de un manotazo sacudí las gotas de agua que por mi ropa resbalaban, cuando estampadas en manchas emborronadas trasformadas quedaban.
En la acera, en una esquinita, anclado a este tiempo invernal se encontraba un puestecillo de castañas asadas que de vez en cuando emanaba en fumarolas de grisáceo humo expandiéndose calle abajo impregnando el aire con un suave olor a quemado, rompiendo así la fría y lluviosa tarde de paseo por la ciudad en su eterno divagar.
Me acerque hasta el puestecillo de castañas encontrándome allí con aquel rostro amable acurrucándose frente al calor que desprendía un brasero repleto de humeantes y suculentas castañas asadas, me sonrió y tendiéndome un cucurucho hecho de papel de periódico con 12 castañas asadas dentro de él, me lo dio (una por cada mes de este nuevo año que acaba de empezar) y me fui de allí con la música a otra parte, pelando una castaña asada y más contenta que unas pascuas.